30 Dec 2011

LA DEUDA. UN RELATO DE NO FICCIÓN.

-Buenos días. Pregunto por Don Mario Quispe Huyu... disculpe, Huy-hua.
-Si señor, soy yo.
-¿Es usted Don Mario Quispe Huyhua?
-El mismo para servirle. ¿Qué desea?
-Encantado de saludarle. Mi nombre es Abel Medina y le llamo de REINGRESA S.A. asesoría jurídica externa del Banco Cantabria. Se nos ha encargado la recuperación por vía judicial de la deuda impagada que usted mantiene con nuestro banco.

Al otro lado del teléfono el silencio reinaba y se oía casi imperceptiblemente una respiración cada vez más honda. Rodeando a Abel, en la oficina había tres personas de pié mirándole fijamente, Doña Marta, Don Luis y Don Ángel. Doña Marta tenía unos 39 años, era delgada y menuda, muy elegante pero nada atractiva. Llevaba altos tacones de al menos 10 centímetros que a pesar de espigarla no lograban elevarla más allá del metro cincuenta y cinco. Sus ojos eran oscuros y brillantes y en ese momento miraban tensos y amenazantes. Tenía el ceño y los labios permanentemente fruncidos y arrugados.
Abel quedó unos segundos a la espera de la respuesta de su interlocutor telefónico, pero no oía nada al otro lado de la línea. Marta abrió un poco sus labios fruncidos y Abel pudo ver sus dientes amarillentos apretados con mucha fuerza. Decía, o más bien vocalizaba, vamos, vamos, vamos.

-¿Está usted ahí Don Mario?
-No… Sí, si aquí me encuentro señor.
-¿Conocía usted esta situación Don Mario?
-No… Bueno…
-¿No conocía esta situación?
-Si, algo sabía de que debía un monto, pero no sé bien señor.

Díselo ya, díselo que se entere dijo Marta en un susurro cada vez más elevado, sabiendo que el micrófono auricular de Abel no alcanzaba a su voz, ya que estaba diseñado para captar solamente la voz de quien lo portaba. A su lado Don Ángel entrecerró un poco los ojos y le sonrió con su sonrisa tramposa.


Al lado de Doña Marta estaba Don Luis, un hombre de edad indefinida entre los 50 y los 70 años y de estatura media. Era delgadísimo y su piel estaba muy bronceada, pero de un bronceado más cancerígeno que playero. Tenía profundas ojeras y arrugas por todo su rostro, como si alguien le hubiera tapado los ojos con las dos palmas de las manos y hubiera estirado hacia abajo con fuerza. Su rostro reflejaba un cansancio infinito, el cansancio y la lasitud de los enfermos terminales, pensó Abel. La nariz le sobresalía afilada y pequeña como el pico de un gorrión, tenía un pelo canoso y abundante que le nacía, como a los monos, a dos o tres centímetros de las cejas y que cada mañana se peinaba hacia atrás con gran esmero. Sus ojos eran grises, muy claros e inexpresivos. Eran los ojos de un ciego. Portaba un traje de alpaca azul oscuro con gemelos de plata, un traje elegante que no se "llenaba", un traje vacío, que parecía vestir a un esqueleto abandonado hace años, un esqueleto de lagartija.
Marta alzo un dedo como una garra y señaló la parte subrayada del argumentario, en la cual ponía: Aclaración sobre el saldo total vencido. Abel, intentó leer, lo más neutro posible. Pero era complicado leer de forma natural un texto así.

-Don Mario, nuestro Banco Cantabria, en el ejercicio de sus derechos y conforme se contempla en las cláusulas anteriormente estipuladas su contrato, ha decidido dar por vencido el plazo y exigirle el pago total e inmediato de su préstamo imgadado, habiéndole sido comunicada esta operación mediante burofax.
Las palabras “impagado”, “vencido”, “exigirle” y “pago inmediato” estaban escitas en negrita en el argumentario, indicando que había que pronunciarlas con mayor volumen y acerbo. Es decir con mayor agresividad.

-No le entiendo mi señor.
-Dígame.
-Que no entiendo bien lo que me dice señor. ¿Cuánto debo?
-El total de su deuda asciende a 145.000 euros, sin incluir intereses ni gastos judiciales.
Al otro lado del teléfono se oyó un vahído, una respiración profunda e intermitente, como si el aire parara en varias estaciones.
- Ay mi diosito…
Durante 5 segundos no se oyó nada. Al grano, dijo Don Ángel y casi imperceptiblemente dejó de sonreír. Don Ángel, era el que mejor aspecto tenía y sin duda el de mayor categoría. Tendría unos 50 años y también estaba muy bronceado y muy bien vestido. Era calvo y gordo y en su rostro destacaba una nariz aguileña larga y curvilínea imposibilitando el contacto de los ojos con las lentes que reposaban unos 4 centímetros por debajo de su mirada. Una mirada feliz e irónica reflejada en dos ojos pequeños y brillantes. Una barba negra y espesa tapaba una sonrisa simpática y agradable, bajo la que se escondía una amenaza constante, como queriendo decir, sí, me estoy riendo contigo, pero no te confíes amigo, en cuanto quiera puedo fulminarte. Abel pensó que podría ser un perfecto mercader árabe en una película de gladiadores romanos.

-¿Está usted ahí? Preguntó Abel.
-Yo… Señor yo… yo…
Se oían balbuceos seguidos de silencios. Hazle hablar, dijo Marta, que desembuche lo que sabe.
-Cuénteme Don Mario. Cuénteme.
-Señor… Yo recién había llegado a España y pensaba pagar un alquilercito como siempre. Empecé a trabajar en la obra y no me iba mal, ganaba mi platica. Pero el día en que me abrí la cuenta en el banco ese, unos señores me convencieron de que firmara un montón de papeles, para poder comprar una casa. Cuando leí que se trataba de 150.000 euros les dije que no podía pagarlo. Pero ellos me ofrecieron un monto para poder pagar la casa así de a poquito. Y la pagaba cada mes, a 900 euros al mes. Pero me botaron del trabajo cuando llegó la crisis. Conseguí una nueva chamba pero me pagaban bien poquito y no tenía ni para la escuela de mis hijos.

-Podría haber consultado su problema con su banco en ese momento.
-Si lo hice, señor. Les llamé a los señores del banco para pedirles pagar un poco menos, unos 500 euros al mes, pero no quisieron escucharme y me denunciaron por impago. Además, me dijo la señorita que de todas formas, iban a quitarme la casa. Después de eso me quedé sin chamba y no pude pagar más. Nos botaron de la casa y tuvimos que dormir una semana en la estación de Atocha. Si no es por mi prima que vive acá nos quedamos en la mera calle. En la casa de ella nos turnamos para dormir mi familia y otros familiares de su esposo que también se quedaron en la calle. Por eso yo pensaba que el préstamo ya no contaba señor.

La garra afilada de Marta señaló el nuevo texto del argumentarlo mientras susurraba “que corte el rollo ya”. Abel leyó.
-Don Mario, ya hemos oído su historia en otras ocasiones. Desde el momento en que su caso entró en la vía judicial ya no hay vuelta atrás. Le informo que la Ley Procesal y la Ley de Enjuiciamiento civil solo admiten la posibilidad de frenar un procedimiento judicial en dos casos; que se hayan equivocado en el titular de la deuda y que se pague el importe adeudado más las costas del procedimiento judicial. ¿Me podría decir cuando va a proceder al pago de dicho importe?
“Cuando”, “pago” e “importe”, venían en negrita.

-Señor, ahorita no tengo ni para dar de comer a los hijos. Se lo juro señor...

La mano de Marta señaló la página siguiente donde estaba escrita la lista de amenazas. Don Luis estaba tieso, mirando a Abel con sus ojos grises inexpresivos. Don Ángel cada vez estaba más sonriente y expulsaba aire de forma entrecortada por su nariz farisea, como si se estuviera conteniendo la risa. Abel siguió leyendo, cada vez más nervioso y más vacilante. No quería que sus palabras resultaran hirientes, pero todo lo que leía estaba escrito para herir, para amenazar, para atemorizar, de un modo cansino y reiterativo.

-Tenga en cuenta Don Mario, que su situación debe resolverse lo antes posible, puesto que ya no es posible paralizar la vía judicial ¿No cree que sería mejor adelantar su pago a los próximos 15 días?

-Señor, yo no tengo un peso, se lo juro señor…

Y dale con los pesos, coño, decía Don Ángel, dale con los pesitos de la vaina de la panchada. Y justo le sonó el movil, ¿Sí? Disculpa que llaman de un asunto importante, ¡Hombre Don Fabio! ¡Cuánto tiempo campeón! ¿Si? Que me llamas por lo del aceite de colza ese chino ¿No? Vale, sí, sí, vietnamita, lo que tú digas. Compra, compra Fabio, está clarísimo.


El señor Mario Quispe Huyhua comenzó a hipar. Hacía un esfuerzo enorme para poder expresarse claramente, para que sus palabras sonaran audibles al otro lado del teléfono, pero solo emitía frases entrecortadas y sollozos. Abel sintió la terrible desesperación de su interlocutor clavándose en su pecho en forma de mil agujas, mil agujas envenenadas de tristeza, que algún dios amazónico le disparaba a soplido de cerbatana.

-Yo no tengo a nadie más acá señor. Ni familia ni amigos. Se lo juro. No tengo a nadie acá señor.

Don Ángel, que había terminado su "operación" telefónica, se rió y dijo venga cuéntame otra no te jode ahora el pancho. Abel estaba petrificado. Marta le arrebató el argumentario, pasó las hojas y le señaló la parte final, la opción correspondiente a clientes morosos que se niegan a pagar. Plantó los folios con violencia en la mesa y señaló con el dedo un recuadro escrito completamente en negrita.

Abel leyó, pero esta vez, leyó sin voz, mentalmente, sin pronunciar palabra. Ponía:

Debe saber Dº/Dª… que, a lo largo del procedimiento judicial, se va a embargar preventivamente todos sus bienes así como cualquier otro derecho que posea de cualquier naturaleza susceptible de embargo, salarios, rentas, paro, pensiones etc. Cualquier bien que posea será embargado y vendido o adjudicado por nuestro banco. Teniendo en cuenta estas graves consecuencias ¿No cree que debería realizar un esfuerzo mayor para pagar su deuda?

Abel se sintió incapaz de pronunciar palabra. Oyó a Mario gemir y respirar ansiosamente, sin que el aire llegara nunca al fondo de los pulmones hiperventilados. Luego oyó un ruido seco; Mario Quispe Huyhua había colgado el teléfono. Don Ángel se llevó la mano a la cabeza mientras se reía, como diciendo pero chico, ¿estas agilipollado? Dona Marta le miró con los tendones del cuello en máxima tiesura. Don Luis suspiraba impasible entrecerrando sus ojos grises y siniestros, quizás los únicos en expresar un rastro de pena. ¿Pena por Mario? ¿Por Abel? ¿Por sí mismo?

Era la hora del descanso. El resto de compañeros saló apresuradamente de la oficina. Luego hablamos Abel. Ve al descanso y al volver te espero en mi oficina.
Abel bajó a la calle. El resto de jóvenes trabajadores comentaban la cagada que había cometido delante de los tres supervisores. ¡No empatices! le decía un chico con cara de muñeco de cera y pelo rubio y liso, peinado a un lado como si le hubiera lamido una vaca. No puedes caer en el síndrome de Estocolmo, repetía gangoso y actoral como una vieja aristocrática que regaña a su retoño por su bien. Son nuestras víctimas ¿no te has dado cuenta aún? Si te da pena, no vales para esto, querido.

Durante el tiempo que duró el descanso, los chicos siguieron hablando del trabajo. Alguno, de vez en cuando dejaba escapar la idea de que quizás los bancos también se pasan un poco ¿no? Si, tienes razón los bancos tienen lo suyo. Se han liado a prestar y prestar como locos, a gente que no tenía ni iba a tener nunca dinero para devolverles. Entonces ¿Para qué les prestaban dinero? Pues porque les convenía, coño, porque no les hacían ningún favor, sino que les estafaban. ¿Y cómo es eso de que les convenía? Porque les tenían cogidos por los huevos, ¿porqué va a ser? Chica no sé, no me encocores, la verdad es que es todo muy complicado. Pues que no hubieran pedido prestado, no te digo ahora. Pues si chica, la verdad es que a mí no se me ocurre. Aunque bueno, que no se enteren los encargados, pero yo también debo prestado al banco. Si, si, como te lo digo, es que hace bien poco todo el mundo pedía prestado para la casa, para el coche etc, etc. Y claro no iba a ser yo menos, no te digo. Pues mira tú, que no me lo hubieran prestado. Pero en fin, así es la vida, ahora nos toca a nosotros obligarles a que les devuelvan el dinero y punto.

Es que hay cada sinvergüenza por el mundo, dijo Don Ángel, que se aproximaba por detrás. Mucho sudaca suelto, que si, que si, que te lo digo yo, que han venido aquí en masa y se han creído que nuestro país es Jauja. Y nada de eso señores. ¡Na-da-de-so! Que se enteren de cómo funciona la cosa aquí en Es-pa-ña. Y que conste que yo no soy un facha eh, no tengo nada en contra de los panchitos. Bueno… ni en contra ni a favor. Y todos se reían, claro que sí Don Ángel, repetían todos al unísono. Cuánta razón tienes. Luego algunos ignorantes dicen que la culpa la tienen los bancos ¿no habéis oído ese disparate? ¡Los bancos no tienen la culpa de nada! Los bancos prestan un servicio a este país y hacer circular la economía, coño. La culpa la tiene el maldito gobierno de socialistas ladrones, que os quede claro. ¿O no? Claro que sí, Don Ángel, tiene razón. Pero en fin, así nos va en este país, gobernados por la ETA y acogiendo a todos los sudacas, esto va a convertirse en México DF, lo mejor es irse una temporadita fuera a esperar a que vuelva Don Pelayo ¿No? Y todos reían entusiastas la gracia de Don Ángel. Claro que sí Don Ángel, cuánta razón tiene Don Ángel.

Aquel día Marta reprendió la apatía y la desgana de Abel, pero no en su oficina, sino públicamente, delante de todos sus compañeros. Le dijo literalmente que para estar así, mejor que se fuera a su casa y que si no espabilaba duraría poco en la empresa.

A las diez de la noche Abel salió del trabajo, tomo el metro hasta el centro y desde allí caminó hacía su casa (vivía en un minúsculo piso en Lavapiés cuyo alquiler se comía casi todo su sueldo). En la calle paralela a la que vivía, Doctor Fourquet, uno de los balcones le llamó la atención; había dos sábanas negras. En una había una gran letra A rodeada por un círculo, símbolo del anarquismo juvenil. En la otra había un rótulo en el que se leía 15M, un desahucio, una ocupación. Se quedó parado mirando hacia arriba. Por su cabeza rondó la idea de subir y comentarles el desahucio que iba a sufrir Don Mario Quispe Huyhua, darles sus datos para que le alojaran allí si lo necesitaba. Pensó que quizás podría resarcirse, tras haber colaborado en una desgracia. De pronto salió al balcón un chico de unos diecisiete años con una cresta morada en la cabeza, un porro en los labios y una litrona de cerveza en las manos. Estaba tambaleante.

-Tú que coño miras? le dijo el punki a Abel.
-¿Vives ahí?
-Si, claro ¿Es que estás ciego?
-Ya... ¿A ti te han desahuciado? le preguntó al punki.
-Qué coño me van a desahuciar payaso, si yo vivía con mis viejos.
-¿Entonces que haces viviendo ahí?
-Yo vivo aquí para apoyar la causa, dijo y pegó una honda calada al porro, ¿Algún problema pijo de mierda?
-Hijo de puta, pensó Abel, tú eres un niñato hijo de puta, se repitió alejándose mientras el punki amenazaba con lanzarle la litrona.

Abel llegó a casa confundido. Aquella noche le costó mucho dormirse. Su último pensamiento antes de caer dormido fue la cara imaginaria de Mario Quispe, su rostro, su ropa, su casa, sus hijos, su país natal, repleto de sierras y volcanes, en donde era conocedor de piedras, plantas y remedios naturales, en donde nunca usó prestamos, ni hipotecas, ni intereses moratorios, en donde conocía perfectamente cómo sobrevivir en un entorno hostil. En donde ninguno de nosotros, ni Doña Marta, ni Don Ángel ni Don su puta madre, pensó, duraríamos ni un maldito segundo vivos.

Cuando al fin se quedó dormido, Abel soñó que estaba cruzando un gran río verdoso y espumante a lo largo de un endeble puente de madera. El entorno era selvático y había grandes cataratas como las del Niágara, o más bien las del Iguazú. Por delante y por detrás de él había otras personas, probablemente turistas. De pronto una pareja de ancianos cayó al agua. El señor fue socorrido rápidamente por una barca que casualmente pasaba por allí, o que estaba allí para prevenir posibles accidentes. La anciana sin embargo había caído al agua en un lugar más apartado y chapoteaba para no hundirse. Pero se hundió. Su cuerpo se sumergió en las aguas con una rapidez inusual, como si alguien, ¿el monstruo del pantano? le arrastrara hacia el fondo. En ese momento, sin pensarlo, Abel se tiró al agua de cabeza para socorrerla. Abrió los ojos debajo del agua pero todo se veía verdoso y arenoso como un día de marejada. Costaba distinguir nada, pero tras unos segundos nadando hacia la profundidad, consiguió percibir el cuerpo de la mujer hundiéndose con rapidez más y más hondo. Buceó hacía abajo, acompañándose de amplias brazadas. Empleó toda su energía pero el cuerpo de la anciana se hundía con tal rapidez que nunca lograba alcanzarlo. Se sumergió más y más. Había buceado unos 40 metros de profundidad cuando percibió que no le quedaba más aire en los pulmones. Decidió dar por imposible el rescate y nadar de nuevo hacia arriba para salir, pero sus pulmones estaban al límite y la distancia hasta la superficie era demasiado grande. No podía llegar, se estaba ahogando, no tenía más fuerzas para nadar, necesitaba aire. En el momento en que comenzó a tragar agua se despertó con un fuerte espasmo, sudoroso y con fuertes palpitaciones. Miró el reloj: eran las 4:23, faltaban 2 horas para despertarse. No volvió a pegar ojo.

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