26 Sept 2012

Me quedo en el “Tercer Mundo”







Siempre animo a mis paisanos a que salgan de España una temporada. Vivir en el extranjero y partir de cero supone una experiencia vital incomparable, quien lo probó lo sabe. Pero claro, todo depende de qué busquemos y a dónde vayamos a vivir y por supuesto, cómo decidamos vivir. Los españoles, aunque ya no tenemos un duro, nos hemos educado económicamente en el primer mundo, por lo que deducimos que somos más parecidos culturalmente a los países del norte que a los países subdesarrollados. O al menos eso quisiéramos. Pero ¿Y si dejáramos de lado la economía por un maldito segundo y pensáramos que país nos convendría más para ser más felices?

Siempre he pensado que un escenario caótico, humilde y salvaje (como Latinoamérica o cualquier otro lugar del Tercer Mundo) es especialmente recomendable para un español. Aunque no se gane un curriculum dorado ni se aprendan idiomas, la adaptación a ese nuevo mundo nos obliga a replantearnos muchas de nuestras nociones del mundo y lo más importante: nos mejora el carácter. Lo digo por experiencia.

A mí nunca me ha funcionado la formula "a más dinero y seguridad: mayor felicidad". Me afecta más la energía, la espontaneidad y el buen ambiente que encuentro allá donde voy. Suena tópico, pero así es mi experiencia. Porque no lo neguemos, los españoles somos gente envidiosa, quisquillosa y maldiciente. Y aunque como mediterráneos somos mucho más alegres y vividores que nuestros vecinos del norte, en educación y tolerancia hasta el más cabestro nos gana. Hemos mamado un ambiente de paletismo y negación de lo diferente. Quien triunfa aquí (desde el ligón del grupo, hasta el emprendedor o el artista premiado) es malmirado y denostado por los envidiosos de siempre.

Por eso mismo creo que marcharnos a vivir a a Latinoamérica nos pone en jaque y nos delata; y a la larga, nos obliga a cambiar. Imaginemos un pueblo o una pequeña ciudad de de México donde la gente es cálida, vive en comunidad y se alegran por los éxitos del vecino. Nuestro carácter iracundo no nos sirve de nada allí, donde casi todos se saludan, se abrazan y lucen una sonrisa en la cara. Nos encontramos ante gente humilde, a veces violenta, a veces salvaje, pero casi siempre acogedora y feliz pese a la pobreza. Por supuesto que los envidiosos y la mala gente también existe allí. Como todos, ellos tienen su leyenda negra, sobre la que se han escrito enciclopedias de 20 volúmenes. Pero ahora estoy hablando de los españoles y del tercer mundo.

Poco a poco nos adaptamos a Latinoamérica, al caos de las ciudades, al picante de las comidas, a los peligros humanos y naturales y a la inexplicable alegría de la gente. El ceño fruncido se nos relaja, la sonrisa comienza a brotar por nuestros labios y sin darnos cuenta, hasta comenzamos a comportarnos de forma espontánea. Al año y pico, ya vamos dando saludos y abrazos a diestro y siniestro. América Latina nos da una nueva vida.

Si ese español regresa a su patria, mucha gente le mirará raro cuando se muestre cariñoso, muchos no responderán a sus saludos y algunos incluso se ruborizarán y le huirán. Pobres diablos infelices gachupines, pensará el español, que ya es medio latinoamericano.

Ahora bien, pongamos otro caso. ¿Cómo afecta a un español vivir en un lugar ostentoso como las grandes capitales del primer mundo? A veces, ese experimento equivale a juntar el hambre con las ganas de comer. Situémonos en Londres o en Nueva York. Allí donde somos ninguneados, nuestros recelos y frustraciones más íntimas salen a relucir con fiereza rabiosa. En una ciudad que no se apiada ante nadie, el español, más solo que la una, se ve obligado a reafirmarse continuamente. En Manhattan un español es el último mono, la cola del ratón, pero en las redes sociales todos sus amigos le envidian por vivir en el lugar "más importante y glamuroso del mundo". Es un dios en el mundo virtual, una hormiga en el real.

Cuando viví en Nueva York me quedé alucinado: casi todos los españoles que conocí eran cineastas prolíficos, documentalistas, reputados actores, artistas eclécticos e intelectuales de todo pelaje. En realidad, la mayoría eran y son niños pijos matriculados en escuelas privadas de cine y teatro y viviendo de las pagas de su papá, pero, por supuesto, queda fatal decir que te dedicas a rascártelos y a gastar la pasta que no es tuya. Mola mucho más vender la moto de que eres un artistazo.

Lo reconozco: a mí los españoles de Nueva York me vendieron su moto. Día a día me sentía estúpido por tener que trabajar de camarero mientras los genios de mis compatriotas se dedicaban al arte y a la bohemia y vivían en el carísimo centro de Manhattan. Tardé unos meses en darme cuenta de lo que eran en realidad: pijos, mimados y engreídos que terminan creyéndose verdaderos genios superiores al resto de los mortales. Por supuesto unos hablan mal de otros, se envidian, se odian y se acusan de lo que todos realmente son: unos cantamañanas. Lo peor de la España recalcitrante trasladado al otro lado del charco.

Qué diferencia con los españoles exiliados que partieron a América en los años treinta. Llegaron con lo puesto y salieron adelante a base de esfuerzo y sacrificio. Esos si que eran artistazos.


Al menos todo esto me ha servido de reflexión. Una reflexión que generaliza y que quizás no sirva a nadie más que a mí, pero que a fin de cuentas es real, porque yo y muchos como yo la hemos vivido. El elitismo primermundista envuelve en el ansia, el afán competitivo y muchas veces, la frustración. A algunos les sienta mucho mejor la dosis de humildad y alegría que ofrece ese otro pedazo de planeta de tierra caliente mal-llamado Tercer Mundo.

Aunque a la sonrisa le falten algunos dientes, aunque la noche delire de peligros, aunque a veces duela. Yo lo tengo claro. Me quedo en el "Tercer Mundo".

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