10 Aug 2012

CERRO VALLECANO




Suena el teléfono y abro los ojos. No sé qué hora es. Ni siquiera sé si es madrugada, tarde o noche porque la persiana está cerrada a cal y canto. Miro el teléfono que sigue sonando. Es ella. No lo cojo, me quedo tumbado y aturdido, despertando pesadamente. Un buen invento la persiana. En América no tienen persiana y uno se despierta cuando le da la luz del sol. Pero este es el país de la fiesta y la fiesta no respeta la luz del sol ni los horarios establecidos por el mundo civilizado. La puta fiesta.

Miro el reloj, son las 23:30, la siesta duró demasiado. La siesta y la fiesta. Ayer salí hasta las tantas, hoy he trabajado en el turno de mañana y dormí toda la tarde. La resaca es deprimente. Dormir la siesta es deprimente. Levantarse de la siesta a las 23:30 es aún más deprimente. Me levanto tambaleante y siento una sensación de desequilibrio y de confusión parecida al jet-lag. La juerga de ayer fue de las buenas, bebí demasiado y hoy pierdo un puto día de mi vida de esta forma gratuita e indecente. Abro la pequeña bolsita, preparo una raya, la alineo con mi DNI, la concentro en una esquina del carnet y la esnifo fuerte sin necesidad del tubito de papel. Un huracán de hielo ardiente recorre mi cara, mi boca, mis ojos, mi cerebro, mi corazón. No hay nada como esto para despertar. Salgo al balcón, la calle está vacía pero oigo más música. En el centro de Madrid la locura nunca termina, las fiestas de Lavapiés han empalmado con las de la Paloma y la música parece perpetuarse indefinidamente.

Salgo a pasear un rato para airearme y me meto en el meollo, entre los botellones, los conciertos, los borrachos y los vendedores ambulantes. En el suelo hay latas aplastadas, pis, vómitos y fluidos de todo tipo. Caminar con esta cabeza bamboleante entre la gente enfebrecida de alcohol y deseo produce una sensación horrorosa. Te sientes como un extraterrestre recién aterrizado en un planeta desconocido, ruidoso y anárquico. El río de cuerpos y feromonas dirige mis pasos mientras mis pupilas somnolientas chocan con las miradas de tantos borrachos afanosos de noche. Después de 15 minutos, recuerdo que mañana trabajo (y madrugo) y decido irme, pero antes me detengo y reparo en una escena que llama mi atención.

Tres policías con rostros de Don Pin-Pon y brazos de gimnasio se acercan a un grupo de negratas que bailan y beben latas de cerveza. Uno de los negros se para ante ellos y les mira con ese semblante fiero de león africano, esa tez sudorosa y metálica, de otro mundo. Le mira con el ceño fruncido y los ojos como dos canicas brillantes que le amenazan, pero al instante sonríe, abriendo aún más sus ojos y mostrando unos dientes blanquísimos como teclas de piano, capaces de arrancarles las orejas de un mordisco. Este es nuestro territorio, parece decirles, yo he cortado manos, he cortado orejas, he violado y he matado, así que no te acerques a mí, paliducho de mierda, no sabes de dónde vengo ni quien soy, ni de qué soy capaz. Es un primate que seguramente convivió con las fieras de la sabana. Es salvaje, huele mal, no teme a nada. Da miedo.

***

8:00 de la mañana, hora de trabajar. La resaca parece resignarse a desaparecer. Otra raya y todo irá mejor. Anoche tardé en dormirme, oyendo latidos ciclotímicos mientras miraba al techo alto de mi habitación, sin pensar en nada concreto, pensando en todo, en todas las cosas de la vida, en todas a la vez, como dicen que les pasa a los que están entrando en la muerte por el oscuro pasadizo que culmina en luz, o algo así. Pero la luz de afuera no es el cielo ni el infierno, sino Madrid a las 8 de la mañana. Tonos ocres y anaranjados tiñen los edificios amarillentos de la ciudad. Antonio López debe pintar a esta hora, pienso mientras cruzo la plaza del Museo Reina Sofía y contemplo entre los edificios claros, el semicírculo púrpura de la estación de Atocha. Camino con energía sintiendo el fresco de la madrugada y los charcos renegridos y putrefactos, huellas de la parranda de anoche. El tren se aleja de la ciudad y entra en el páramo madrileño, árido como el infierno.

Trabajo en Vallecas, ese barrio obrero, descangallado, fané y sin afeitar, tan parecido a mí en estos momentos. Socorrista, guardavidas, lifeguard. El oficio en sí tiene sus cosas buenas; leer en los muchos ratos libres (tengo el mal de Montano; estoy enfermo de literatura), tomar el sol, nadar en el agua fría y ver de vez en cuando algún pibón de proporciones áureas. Por lo demás, pura paja de chismosos, malmetedores y atorrantes; que si este no limpia, que si aquél se escaquea, el otro no llega a su hora porque es un listo Paco, que te lo digo yo, pero luego me pedirá un día libre, y le va a dar un día libre su puta madre ¿tengo razón o no Paco? y es que para lo que les pagan a estos puñeteros niñatos deberíamos tenerles picando toda la puta mañana, porque deberían llegar aquí a las ocho pero aquí no aparece ni dios hasta las once y un día vamos a tener una desgracia Paquito mío ¿Me oyes?

Mi compañero Nosferatu no es el trabajador típico, es decir, no es el típico chismoso malmetedor. El cabrón es igual al vampiro: su calva brillante, sus orejas puntiagudas y unos ojos oscuros y pequeños, en perpetua vigilia. Es el típico don perfecto obsesionado con el orden y la ley y empeñado en ejercer su trabajo con la mayor excelencia. Otro pobre diablo, en el fondo. A veces, cuando despotrico, cuando eructo, cuando llamo monos de mierda a los monos de mierda que pululan por la piscina, me mira de reojo. Sé que está juzgándome, por mi actitud, por llegar tarde, por venir algo tambaleante y quizás hasta por no afeitarme.

-Buenas, ¿Qué tal Nosferatu?
-Estupendamente. Y tú echo mierda, veo. ¿Saliste ayer?

Pienso en la posibilidad de darle un corte profundo y sangriento, pero son solo las 8:25 de la mañana.

-Me quedé en casita tomando un colacao como un chico bueno.
-Ya… ¿Y esas ojeras que tienes? ¿y el chupetón del cuello?

No me acordaba de que la muy choni era una vampira chupacuellos, como Nosferatu (el real, es decir, el de ficción).

-Bueno nene, corta el rollo que voy a leer.

La piscina olímpica se extiende ante nosotros larga y cristalina como un trasatlántico invertido -diría el poeta futurista- como los heraldos negros de Dios -diría el vallejiano- o como un balbuceo de luna -diría el lorquiano-, exhibiendo los fulgores del sol reflejados en el agua, no aptos para mis ojos resacosos -diría el bukowskiano-. Un cerro áspero y desabrido corona el Polideportivo cercado por unas ridículas vallas en las que se cuela todo tipo de gentuza salvaje; gitanos, kinkis, moros, rumanos, yonquis y maleantes de todo tipo. Jóvenes violentos, renegridos por la intemperie, cuya máxima aspiración en la vida es joder al personal. Un ambiente como este catequiza de racista a cualquiera. Y mis razones tengo.

Seguridad, por favor, la valla está más agujereada que un queso gruyer y se están colando por lo menos quince gitanacos, acudan cuanto antes, vigilantes, acaban de robar las mochilas a unas pobres chicas que estaban bañándose, por favor que acudan rápido, los moros están haciendo saltos mortales y uno de ellos ha caído a centímetros de la cabeza un abuelito. ¡¡Que venga el de seguridad cojones!! Allí hay unos tirando piedras, allí se están pegando de hostias, allí se han metido al baño con unas chicas para follárselas -joder que suerte tienen algunos-. ¿Y qué coño hace ese gitano ahí quieto en el agua? ¡Estoy cagando primo! ¡Qué pasa!

Por fin, a los cuarenta y cinco minutos, llega el encargado de la seguridad, un gordo cabrón y alcohólico.

-¿Me estabais llamando? No veas que niñitas hay debajo de esos árboles, las he pillao haciéndose porros y las he dicho que o me enseñan las tetas o llamo a la policía y se lo digo a sus padres.

-¿No te da vergüenza? –Le dice Nosferatu- Tienen quince años como mucho.

-Mejor, más tiernecitas. Bueno qué, ¿A quién tengo que echar?

-A esos gitanos rumanos que se están haciendo porros y jodiendo al personal. Pero vamos, si prefieres, diles que te enseñen la poya y les perdonas la vida.

-Muy gracioso. Ya verás cómo le tengo que dar una hostia a algún gilipollas de esos.

Y sale caminando firme y derechito, con esos andares de chulo putas que no tiene dinero ni para ni para ser chulo ni para irse de putas. Pero se va apocopando a mitad de camino. Se va desinflando el gordo cabrón a medida que se aproxima al grupo de morenos callejeros sentados en la grada. Tienen una media de dieciocho años, la mayoría son fibrosos y fuertes, pero sobre todo el cabecilla, que va completamente tatuado como un Mara Salvatrucha. Tiene un cuello de toro, mandíbula gruesa, dientes negros de fumar tanto peta, cejas pobladas y los arcos supra orbitales hinchados como los del Che Guevara. Todos van en calzones, no porque no tengan bañador, sino para provocar a las chicas marcando verga rumana, o gitano-rumana, que por lo visto es visiblemente más grande que la española.

Antes de que el gordo llegue a ellos, el cabecilla tatuado se levanta y se le encara.

-Vete a tomar por culo de aquí o te reviento la cabeza.

Y el gordo queda paralizado, parece decirle algo, bajito, no consigo oír el qué. Se oye un “¡Quién!” y, como me temía, el barrigón se da la vuelta y nos señala con el dedo.

Siguen hablando. El cabecilla tatuado se levanta, se acerca y me mira fijo. Su mirada me atraviesa y me saca del letargo de resaca en el que estaba hundido. A pesar de los treinta metros que nos separan, puedo sentir su mirada rabiosa clavándose en mí. Pasan diez segundos interminables, les dice algo a sus compañeros, saca de una mochila unos pantalones militares, se los pone, y coge algo brillante que se guarda en el bolsillo. Se levantan y se aproximan a nosotros. Abro la cremallera de mi bolsa y saco el cuchillo redondo de untar mantequilla. Lo aprieto muy fuerte contra el lateral de la mesa de plástico haciendo una marca cuneiforme. Solo Nosferatu me vé.

-Tú ¿estás loco? Relájate y guarda eso.

Los rumanos pasan a nuestro lado y el cabezón tatuado se queda mirándome desafiante. No le quito la mirada, pero tampoco suelto el cuchillo, el ridículo cuchillo de cortar mantequilla que se doblaría contra su pecho de Batman. Ahora me mira con toda el ímpetu animal del tercer mundo, como si estuviera a punto de lanzarse sobre mí, hace una leve mueca de sonrisa, como si fuera de buen rollito, pero da paso de nuevo, en una milésima de segundo, a la mirada asesina. Un gesto estudiado, pienso, de actor de Hollywood, de tipo duro... Van Damme no, cojones, ese subnormal da risa más que miedo, es un gesto de Daniel Day-Lewis en Gangsters de Nueva York, o de De Niro en Taxi Driver. Se acerca más hasta quedar enfrente de mí. Me levanto. Me apunta con el dedo y me golpea en el pecho con su índice, una, dos, tres, cuatro veces:

-Uno, no me gustan los chivatos cobardes como tú. Dos, no me gusta que me miren así. Tres, no me gustan los maricones de mierda de socorristas que solo venís aquí a ligar con chicas. Cuatro, me he quedao con tu cara primo, si te vuelvo a ver te mato.

Y salen de la piscina. Respiro hondo. La sangre me hierve ¿de miedo? ¿de rabia? Y despotrico lo que queda de tarde contra, moros, rumanos, seguratas, putones verbeneros y la madre que los parió a todos. El calvito Nosferatu hace como que le llaman por teléfono y se va a dar vueltas por la piscina. Pero se nota que nadie le llamó. Hijo de puta, eso mismo le hago yo cuando un pesado me quiere contar su vida.

No le caigo bien a don perfecto. No me importa una mierda. Estoy viendo a la tía más buena que ha pisado esta piscina en todo el verano. Está en las gradas, un poco más atrás de donde estaban los rumanos asesinos. Es muy joven, morena y bronceada. Su piel oscura contrasta con su diminuto bikini amarillo. Tiene el pelo rizado y recogido y se le ve un cuello largo y fino y suave. Su piel tambiñen es suave –ya sé que aún no se la he tocado, pero se vé que es suave y tersa como el canto de un río -que diría el lorquiano-, pulida como un astro metálico -diría el vanguardista- , refulgente como el magma de los volcanes –diría el modernista-. Sus caderas son estrechas, es esbelta, de andares femeninos y culito respingón. Se acerca, mirando de frente y me esfuerzo mentalmente por atraer su mirada. Una mirada oscura y brillante de ojos negros, labios gruesos, nariz algo ancha. Parece una reina árabe, quizás lo es.

Al fin me mira y sonríe. Le dedico una sonrisa de pájaro. Ella sigue su camino riéndose. No solo lo parece; es árabe y además de ser la mujer más hermosa de la tierra parece buena persona, dulce y considerada. La llamaré Jasmín, la princesa mora de la piscina vallecana. Mi teléfono suena. Es ella otra vez, no se da cuenta de que no ya no quiero verla más. Y menos hoy, que tengo por delante una noche cargada de fiesta, de fiesta y de fiesta.



15 DE AGOSTO

De nuevo de fiesta. De nuevo de resaca. De nuevo una raya. De nuevo al trabajo. Hoy, los pensamientos de poeta enfermo de odio fluyen en mi cabeza insolada. El sol resbala lentamente por la cascada de humo que oculta Madrid y mi cuerpo padece su ausencia irrespirable de poeta maldito o de maldito poeta coñazo. Es un momento de paz o de vacío, de nostalgia o de tristeza. El crepúsculo veraniego ha anunciado el The end, pero la película sigue, intermitentemente, casi aburridamente, como dejándose pasar. Y dentro de un rato, casi sin dar tiempo a asumirlo, empezará otra película muy distinta a la anterior; la aventura de la noche, la movida madrileña. En verano lo damos todo, la noche nos arrastra, alcohol, porros, gritos, sexo, amaneceres. El sueño es escaso y el despertar lúgubre. Y las maletas siguen vacías porque no me voy de viaje. Porque se va ella sola. Y los paisajes ya no entran en mis retinas enrojecidas, ni los sueños en mi mente resacosa.

Los esquemas van a romperse. ¿Crees que solo los tuyos? Trepa a ese cerro vallecano y contempla el perfil alquitranado de Madrid. Las millones de personas que te observan y chismorrean felicísimos en su soledad. Siéntete único en el no vivir, el único pato triste del manzanares. Si así lo quieres, siéntete así en esta casa sin puertas ni ventanas. Pero no cuentes conmigo, imbécil. Te espero fuera, ladrando como un gato, un felino madrileño entre los miles de sabuesos vocingleros que te ladran cuando corres, como una perra callejera subiendo por las faldas de esa montaña.

Y en ese mismo instante, cuando ya empieza a anochecer, cuando el sol también cae -The sun also falls- y la ciudad inhala su asfalto pestilente, un niño, imperceptiblemente, flota dificultosamente en el agua. Mientras, el yonqui se pincha en la parada de autobús de la carretera de Valencia y el público vomita, el niño bracea con dificultad. En ese puto minuto, mientras esa infiel pierde el tren que le lleva con su cita, el despistado pierde la cartera y yo pierdo la cabeza, el niño forcejea, salpica, gime.

Si las sandeces te despistan, perderás el azul de su iris y la mirada acuosa del pequeño y temerario nadador. Se hundirá el cuerpo rojizo y dorado de ese niño bañista de Sorolla, el pequeño cuerpo suave y esos ojos que lo tienen todo por ver. Los encharcados pulmones no volverán a inspirar el pestilente humo de la ciudad.

Así que óyele, mira sus ojos, entiende su lenguaje, su mirada, su iris acuosa que te pide ayuda. Se está ahogando. ¡Sálvale! Pierde tu cartera, tus llaves, pierde el último tren que salga hacia la indiferencia. Sumérgete, juégatela, sálvale. Sé un puto héroe aunque sea por cinco minutos. Y cuando le hayas salvado, túmbate boca arriba y respira hondo el humo pestilente de la ciudad.




16 DE AGOSTO


7:15 de la mañana, suena la alarma y abro los ojos. Me levanto, presiento lo peor, pero no siento mareo ninguno, no tengo resaca. Ayer no salí. Hoy no me hacen falta los polvos mágicos.

Llego a la piscina, me quedo en bañador mirando el cielo en el bordillo. Salto de cabeza y siento el agua fría y limpia de la mañana resbalando por mi cuerpo. Mis brazos entran como delfines para terminar empujando el agua hacia atrás. Mis pies patalean como hélices de una lancha. Me gusta sentirme un pez, incluso en esta piscina desolada en medio del páramo vallecano.

Saludo, hoy si, a los operarios de mantenimiento. Luis – porque Nosferatu se llama Luis- me da los buenos días. Sé que se siente orgulloso de mí por lo de ayer.

Mientras me seco siento el aire de la mañana y el sol que me acaricia la piel. Me siento extrañamente contento con el mundo. Me dan ganas de besarle en la calva.

A media mañana, el sentido arácnido se me enciende pero no sé qué es. Busco con la mirada y veo la piscina vacía de gente. Hasta Luis parece aburrido, medio adormilado. Muchas veces he sentido este sentimiento anticipatorio, esta premonición de que algo –lindo o feo- va a ocurrir. Un sexto sentido que nos alerta de que algo va a suceder en nuestras vidas. Y entramos en un estado de desvelo, de ansiedad o de lívido. Resulta extraño la capacidad que tenemos a veces para adivinar que algo está a punto de ocurrir y la ceguera que demostramos otras veces, metiéndonos en la boca del lobo, yendo derechitos al matadero con los ojos tapados como los caballos. Ya lo veo. Es Jasmin que viene a lo lejos.

Jasmín se lanza al agua muy cerca de nosotros, el chapuzón despierta a Luis que se incorpora de súbito, pero le digo que no se preocupe y vuelve a su letargo. La princesa árabe se apoya en el borde más cercano.

-Socorrista, ¿Y si me ahogo?
-Yo te salvo.
-¿Y cómo?
-Te hago el boca a boca.

Ella se parte de risa. Luis, que se hacía el dormido, sonríe sin poder contenerse.

-¿Y si no me despierto?
-Tendría que llevarte al hospital para curarte
-¿Me curarías de verdad? (Luis abre un ojo).
-Yo no. Algún médico.
-¿Y porque tú no?
-Porque yo no sé curarte

Luis tose, pasan unos segundos de silencio.

-Ah… Pero yo quiero que me cures tú. (No sabe con quién está hablando).
-Bueno, pues yo te curo.
-Vale, cúrame ahora, que me he hecho daño al tirarme al agua.
-Vale…

Jasmín no me da tiempo a decir nada más. Sale de la piscina ágilmente, las gotas de agua esquían por su cuerpo montañoso y moreno, por sus tetas dulces (y ya sé que no las he probado, pero sé que son dulces como los dátiles de su país natal -diría el poeta nerudiano-). Una tira del sujetador se le desliza un poco descubriendo media teta como una manzana, algo menos bronceada que el resto del cuerpo, pero igual de suave, igual de dulce. De cerca es aún más bella.


-Aquí no, me dice. Mejor vamos a dar un paseo, y se aleja sin dejarme reaccionar.

Miro a Luis y deja de hacerse el dormido, abre los ojos y se descojona.

-Vete tranquilo. En serio. Aquí no hay ni dios. Además mi novia también viene a verme, debe estar a punto de llegar.

-No jodas. No sé qué hacer. ¿Qué edad tendrá?

-Tranquilo que no irás preso. No parece tan pequeña.

-No sé Luis.

-¡Que te vayas coño!

Me da una palmada. Miro a Jasmín que ya está a cincuenta metros de mí, un poco más y se larga. Ahora o nunca, pienso. Estas cosas no pasan todos los días. Me pongo las chanclas y salgo detrás de ella sin camiseta. Pero antes de seguirla me paro, doy la vuelta hacia Luis y le beso en la calva.

-¡Vete ya hostia! Aquí te espero cabronazo, me dice desde el puesto.

-No voy a tardar, no te preocupes.

Avanzo rápido hacia ella. Me ve venir y me espera.

-¿Dónde vamos? -Le digo.
-A mi casa, vivo justo allí.
-Hablas muy bien español, pero eres de fuera ¿no?
-Si, de Argelia, pero llevo aquí once años.
-¿Y qué haces en España?
-¿Cómo que qué hago en España?
-¿A qué te dedicas?

Según lo digo me arrepiento de haberlo preguntado.

-¿Yo? No hago nada. Vivo como una reina.
-¿Eres rica?
-Si, soy rica, mi familia es rica, y comienza a reírse.
-¿En qué trabajan?
-Yo vivo aquí con mis primos que venden armas a la ETA. Las traen de mi país y ganan mucho dinero.

Y se sigue descojonando. Me está vacilando una niña y yo sigo preguntando gilipolleces.

-Ya… Y no estarán tus primos etarras en casa ¿No?
-Nooo. Este finde están fuera de Madrid.

Seguimos caminando hasta salir de la piscina. Jasmin avanza con seguridad y pasotismo mientras le cuento mi vida. No tiene la más mínima curiosidad por nada, exhibe un desprecio olímpico de todo lo referente a mi vida. Nos adentramos en las calles ajardinadas del barrio de Santa Eugenia. El sol arde sobre nuestras cabezas, pero ella no suda ni una gota. Cuando camina se le mueven ligeramente los pechos.

Llegamos a su casa. Subimos por ascensor a pesar de que es un piso primero. El metro cuadrado en el que estamos nos obliga a estar más cerca. Se coloca delante mío y de espaldas y puedo sentir su cuerpo caliente y su culo respingón rozando mi bañador. Antes de que se abra la puerta del ascensor, decido que no puedo contenerme más y acerco mi cara hasta su cuello, la huelo y la doy un mordisquito en la oreja mientras la agarro suavemente de la cintura. Ella maúlla como un gatito, casi imperceptiblemente.

Entramos a la casa como balas, avanzamos hasta una habitación con cama de matrimonio. No me fijo en nada, solo en su suavidad, en su olor a crema de sol, en sus labios gruesos que se muerde de placer, en su cuerpo pegado al mío, en su mano que se desliza por su espalda para desabrocharse el sujetador, en sus tetas firmes, mucho más blancas que el resto de su cuerpo, en sus pezones de color rosa clarito que chupo al instante, mientras mi mano baja hasta su…

Suena un timbre como un trueno que casi me provoca un infarto. Proviene del portal, Jasmin corre a ver quién es, Regresa y me empuja con fuerza. Su cara se estremece en una mueca de terror y yo me acojono sin saber siquiera por qué, o sabiéndolo perfectamente aunque me lo niegue a mí mismo, aunque no me atreva a reconocer que lo sabía desde el principio.

-No, no, no… ¿Ahora qué hago?, dice, agarrándose la cabeza como una loca.
-¿Qué coño pasa?
-¡Mis primos suben!

Y muy nerviosa, sin mirarme empieza a abrir el armario, a mirar por la merilla, por la ventana. Me dice que la siga pero cuando voy a salir por la puerta, alguien aporrea la madera a puñetazos y se oyen gritos en algún idioma africano.

Histérica, me señala debajo de la cama y me meto sin dudarlo. Abre la puerta y como una manada de antílopes de la sabana, irrumpen tres personas que difícilmente puedo divisar. Uno, por el color de piel, parece árabe como ella y los otros dos son negros que discuten acaloradamente en africano, y se dirigen al árabe en francés. Uno de ellos golpea la pared y emite unos bramidos de gorila, otro se debe estar cagando en Dios, en Alá, en Mefisto, en Mahoma o en la madre de todos ellos. Se dirigen a ella, también a gritos. El tercero se sienta en la cama con el culo justo encima de mi cabeza. Siguen discutiendo y rugiendo sin parar.

Mi corazón late tan rápido que temo que lo oigan, el sudor me cae por la frente, pensamientos locos viajan sin rumbo por mi cabeza. Entran y salen de la habitación y no paran de dar alaridos y golpear los muebles. Y yo me veo en esa situación ridícula y surrealista. ¿Será verdad lo de sus primos y las armas y la ETA? Si me descubren aquí abajo me van a machacar la cabeza como mínimo. En uno de los momentos álgidos del griterío, mi móvil suena y vibra. Lo tengo en el bolsillo de mi bañador (no recordaba ni que lo tenía) y al instante lo aprieto para que no se oiga. Afortunadamente solo era el “bip” de un mensaje, eclipsado por los bramidos. Es un mensaje de mi compañero: “Que hijo de puta eres, estás tardando eh! Pásatelo bien follador!”. Según lo leo no sé si reírme o llorar. Pongo el móvil en modo silencio.

Pasan minutos. Y horas. Siguen discutiendo. A ratos callan, pero no se van. Pienso en mil y un planes de fuga imposibles. Pienso en escribir un mensaje pidiendo ayuda, pero no sé ni donde coño estoy. Pienso y pienso sin llegar a ninguna conclusión lógica para salir de esta locura. Trato de no hacer ruido al respirar y de calmarme, pero la tensión empieza a acumularse en mi cuerpo. Siento un latido doloroso en el corazón y me acojono doblemente ¿Demasiada coca últimamente? Pienso en mi familia, que debe estar en la playa, en mi madre, en mis hermanos. Me siento sucio e indigno. Siento que me merezco todo lo que me pase. La tristeza infinita del universo me invade en ese momento de desesperación. Cierro los ojos con fuerza y las lágrimas mojan el suelo polvoriento de la habitación. A la vez, extrañamente, me siento invadido por un sentimiento de amor hacia todas las personas, incluidos esos traficantes. Tengo que contenerme para no romper a llorar allí mismo.

Pasa otra hora, por lo menos. Miro el teléfono de nuevo. Solo han pasado tres horas pero se me han hecho como trescientas. Tengo dos nuevos mensajes de mi compañero echándome en cara mi falta de seriedad. Hay otro mensaje, es ella, me dice: “Solo te quería decir que al final sí que me marcho. Tenías razón; ya no nos veremos nunca más”. Justo en ese momento oigo la puerta de la habitación cerrarse y todo queda en silencio. Me asomo por debajo, con mucho cuidado. Parece que se han marchado a otro cuarto. Sin dudarlo salgo de debajo de la cama, me pongo en pie y con dificultad recobro el equilibrio. Estoy completamente tenso, contraído y deshidratado. Recuerdo que estoy en un piso primero, abro la ventana y trepo dispuesto a saltar. Miro la calle cuatro metros abajo, estoy descalzo, no me decido a saltar para romperme un pie. En ese momento, ridículamente apoyado en el borde de la ventana, en cuclillas como un mono de feria, la puerta se abre y solo oigo alaridos.

Es él. Su mandíbula, sus cejas de toro y sus tatuajes. Su mirada me quema, sus pupilas ensangrentadas me reconocen. Sus ojos se abren como platos. Me llama hijo de puta en español mientras dos negros con camisetas fosforescentes le miran extrañados.

¿Será hermano de Jazmin? ¿No era rumano? ¿Sus primos traficantes son esos negros? ¿De verdad venden armas? Son los últimos y absurdos pensamientos que acuden a mi mente mientras el hermano de mí princesa árabe me apunta con la pistola y me dedica una sonrisa plagada de dientes negros superpuestos unos a otros. Al instante se pone serio y alza la ceja -Bill the butcher- como diciendo “Te lo avisé. Si te vuelvo a ver te mato”. Y dispara.

No comments: