28 Dec 2010

LA VIOLENCIA



Teníamos un profesor. Se llamaba Usino y le bautizamos Usino el asesino. Un día me pilló peleando contra Tomasín en el recreo. Esperó pacientemente a que termináramos la pelea, una pelea de niños que se revuelcan, una pelea sin golpes en la que salí vencedor. Cuando nos levantamos me cruzo la cara con tal fuerza que me quedé paralizado durante 5 minutos.
La violencia era su mano.
El sonido de su mano.
El rojo de su mano.

Todavía recuerdo al Fonta, el payo más duro del barrio. Porrero y navajero, siempre con su gorra, su chusta, y su plumas robado. Achantaba, robaba y ostiaba a quien podía. A cualquier mindundi incapaz de plantarle cara a la saldida del tuto. Siempre iba acompañado de la banda de gitanos más famosos y peligrosos del barrio. La pandilla capitaneada por el Moi, el Petete, el Tijera, el Tolingas, todos esos.

La violencia era su puño estallando en la cara de mi amigo Esteban porque no le quería dar la cartera.

Nunca se me pasó por la cabeza hacerles frente. Y años después, a veces me sigo topando con ellos en cualquier ciudad del mundo. Los mismos ojos vacíos, la misma mirada gaznápira, los mismos tics frenéticos. Te enseñan los dientes porque ven que eres el típico blando incapaz de liarse a ostias un martes a las 21:00 a la salida del curro.

Un día, hace pocos meses volví a ver al Fonta cuando salía de un teatro de Lavapiés. Hacía mucho que no le veía y aquel lugar era el último en el que esperaba encontrármelo. Tendría veintitantos y ya estaba demacrado y andrajoso como un tuso de 40, como un punkarra trasnochado de la movida, como un pseudohippie, como un kostra, como un perroflauta, como un pies negros, como un mendigo, que coño. Y aún estaba emporrado, como cuando tenía 15. Pero ya no le acompañaban los gitanos (algunos habían muerto, otros estaban en la cárcel). Había cambiado su pandilla por una camada de perros callejeros.

No me reconoció. Pero debió ver mi cara de tipo blando; el típico pringao incapaz de liarse a hostias un domingo a las 22 a la salida del teatro. Tomába unas cañas con mi familia en la puerta de un bar que estaba lleno a rebosar, a pesar que los camareros (pseudoartistas incomprendidos y prepotentes) caían mal a todo el mundo. El bar es, como ya sabrán, La Escalera de Jacob.

Chaaacho dame un cigarro ¿Qué no tienes? Válgame el payomierda este… Pues vete a tomar por culo de aquí. A tu puta casa, comemierda.
Y mierda y mierda y más mierda.
Y minutos y minutos mierda.
Y yo me callé y no hice nada, aunque me salía por las orejas.
El humo
De la inquisición
A-cu-mu-lán-do-se.
Esperé a que se fuera y me despedí de mis familiares que estaban deseando irse. Y justo entonces, cuando me estaba metiendo en el garito, escuché la palabra PUTA. Salí y ví al Fonta insultando a mi hermana.
Y
ya
no
pude
pensar
más.

De la ostia que le calcé, le dejé tumbado en el suelo. Bruce Lee firmaría encantado la patada voladora que se incrustó en el sucio pecho del Fonta. Pero no crean que me siento orgulloso. Me arrepiento mucho de esa locura que no pude controlar.

Casi le mato.
Mientras mi cuerpo aún estaba en el aire y el cuerpo del fonta caía a cámara lenta, sus perros sarnosos me mordieron en los sobacos (eran los únicos cuerpos que no se movían a cámara lenta). El Fonta quedó en el suelo como un saco de patatas. Los "hippies" lavapieseros me llamaron fascista, asesino. Me acusaron de pegar a un indefenso, a un pobre excluido por la sociedad. Y a todo esto el Fonta no se levantaba. Y mi familia con el blanco en la cara.

Si, es verdad. Hasta hace unos años la violencia era Son Goku, Terminator y Van Damme.
Una mano.
El sonido de una mano.
El rojo de una mano.

Ahora, la violencia es un cuerpo frío que yace en el suelo y no se levanta. Y yo sigo siendo un tipo blando, aún más incapaz de liarse a hostias un jueves a las 14 al venir de comprar el pan.

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