23 Feb 2015

OJOS AZULES, TE VERÉ EN EL MAR

Mi madre siempre me lo dice: eso del Facebook son tonterías, solo hay tres, cuatro, con suerte cinco personas en el mundo que nos quieren y a los que queremos incondicionalmente. Se refiere a esas poquísimas personas que siempre estarán a nuestro lado cuidándonos, sufriendo y alegrándose por nosotros. Esos pocos cuya felicidad depende de nuestro bienestar y viceversa. Para mí hay (había) tres personas en el mundo: mi padre, mi madre y mi novia. Ahora hay dos.

Tengo hermanos y familiares por los que daría la vida y media docena de amigos esparcidos por el mundo a los que considero casi familia. Pero esto es distinto. Hablo de ese amor dependiente y doloroso que solo puede sentirse por los padres, por una pareja o por un hijo. Yo tenía tres personas: mi papá murió y ahora tengo dos. Y solo me queda una certeza: la vida sin él va a ser peor, más triste y más hueca. Siempre me faltará su risa, su mirada, sus gestos de aprobación o desaprobación. Sus charlas literarias. Su locura alegre. Se me ha ido un tercio de la vida y nunca volverá. Esa es la verdadera tragedia de la muerte.

El resto son momentos, escenas trágicas y duelos más o menos prolongados. Estar roto y aprender a recomponerse. El resto es el dolor de mi madre, a la que se le ha ido su media mitad. Dolor infinito, pero también amor, un amor que papá sembró en todos nosotros y que vio florecer con inmensa alegría.

Mi padre era un hombre tranquilo consigo mismo y feliz. Feliz por haber construido una familia unida. Feliz por levantarse cada día con la mujer de su vida. Feliz con cada libro que leía y cada país que visitaba. Feliz, risueño y ávido de nuevos descubrimientos. Llegó a los 71 años completamente sano, por dentro y por fuera. Se fue de repente, en un ictus masivo. Acababa de comerse un arroz caldoso con mi madre y se estaba echando la siesta. Su vida fue envidiable.

No pude despedirme de él. Murió definitivamente un día y medio después, rodeado de los suyos. Se fue tan rápido y de forma tan inesperada que cuando volé de México y aterricé en Madrid solo quedaba un ataúd de madera. No quise abrirlo. No lloré. No sentí nada. Solo me derrumbé cuando llegué a casa y vi su ropa, sus gafas, las recomendaciones que anotaba cuando hablábamos de literatura vía webcam, las últimas páginas que leyó antes de echarse la siesta de la que nunca se despertó del todo. Fui el único de sus hijos que no le vio morir, pero sé que hasta el final él y yo nos comunicamos a través de los libros. Y seguiremos comunicándonos siempre. Ahora más que nunca, porque ahora me toca escribir su historia. La de la familia.

Llevé sus cenizas a Calpe, a nuestro querido pueblo mediterráneo. Las arrojé yo mismo en el mar, me metí hasta las rodillas y las hundí en la calita de piedras donde buceábamos todos los veranos. Fue el crepúsculo más hermoso que recuerdo: el sol se hundió en el mar, el Peñón se hizo naranja y la estrella polar se encendió en un cielo limpio y violeta.

La vida sigue su camino, aunque sea peor, más triste y más hueca. Algo en mí se ha roto para siempre, pero seguiré vivo y hablaré con papá a través de los libros que lea y que escriba. Mi madre me ayudará a recordar sus comienzos y a inmortalizarlos. Estaremos juntos hasta el final, juntos y tranquilos porque sabemos que fue feliz hasta el último momento y que nos está mirando desde allá arriba.

Se fue el hombre al que más he querido. Mi deber ahora es cuidar de los suyos y ser mejor persona. Hacer que se sienta orgulloso de mí. Seguiré adelante con el dolor de la ausencia y la necesidad física de abrazar a mi madre, de sentir en el pelo su caricia desmañana, como si la ternura se le saliera por los ojos y la voz y me envolviera en una manta caliente y melancólica. Ahora sé que papá está con nosotros. No fue necesario decirle adiós, él está aquí, me arropa cada noche, me habla a través de los libros y vuela a través de mis ojos.

Para ti va este soneto torpe y emocionado, papá. Tú lo entenderás, y eso es lo importante:

OJOS AZULES, TE VERÉ EN EL MAR


Tu infancia, un puesto de tomates
Y el cuartel de posguerra, el Calasancio
Sotanas, tricornios y el vinagre
Desinflan los sueños del asmático

Los ojos marinos, la calva sefardita
La tez en lo moro y lo cristiano
Piernas Rocinante y risa infinita
Venciste a Molinos y a Quijanos.

De Sonseca a Aluche con orgullo
Haciendo gárgaras del enojo
Chistando a Franco su farfullo

Y de Madrid al cielo, a Calpe, a nadar
Me enseñaste a andar cuando andaba cojo
Ojos azules, te veré en el mar.




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